De Regreso
(cuento)
La calle, calle de recuerdos. Se ve alegre, y, tanto en el arroyo, como en las
aceras, se entremezclan niños, adolescentes y jóvenes que apenas se inician como
adultos. Todos, parece que se entienden entre si, como si se tratara de una sola
familia:
Los niños hacen bailar los trompos y rodar las canicas; los adolescentes varones
juegan al fútbol a media calle, mientras que las muchachas hablan y hablan y
hablan de quién sabe qué y procuran parecer joviales, pero, disimulando el
interés que les despierta alguno de aquéllos galanes quienes, por su parte, se
comen con los ojos a las más atractivas.
Los automóviles que a menudo pasan, interrumpen momentáneamente el juego de
pelota. Algunos conductores precavidos disminuyen la velocidad cuidando a la
muchachada y continúan despacio hasta la bocacalle. Otros, intolerantes, se
pegan a la bocina y aceleran la velocidad del vehículo agresivamente, provocando
la rechifla general.
Sentado en un quicio, observando el grupo, me puse a pensar en la posibilidad de
detener esas estampas en el tiempo y poderlas revivir a voluntad. ¡Creo que
estaré en esta calle el resto de mi vida! Así me dije a mí mismo románticamente.
Nadando en mis pensamientos y sin darme cuenta, llegó el día en que vi
desintegrada esa cálida convivencia. De pronto, vemos que aquello termina y,
entonces, buscamos una vieja fotografía para evocar lo que irremediablemente
tuvo que irse. Seguimos la marcha hacia lo que nos depara el futuro y
comprobamos que hemos concluido sólo una de tantas etapas de nuestra existencia,
que merece guardarse en el recuerdo.
De regreso, me sorprende el deterioro de las casas y edificios de la que fue mi
calle. Algunas de ellas, modificadas, ya no las reconozco, pero todas huelen a
humedad, a vejez y, evocan nostalgia y recuerdos.
De regreso, busco inútilmente mis años que ahí se perdieron. ¿Dónde está todo?:
la infancia, la adolescencia, los primeros versos, los primeros amores secretos
escondidos en el alma, apenas en formación. El roce con cabellos perfumados, el
cielo estrellado y la atmósfera todavía limpia.
De regreso, no encuentro más que una calle muerta. No hay quien camine por ella
aun cuando la tarde es agradable. Nadie asoma por las ventanas ni por las viejas
terrazas como en esos años tan lejanos y que tan largos parecían.
Una noche de aquéllas, en sabrosa plática, nos preguntamos quiénes veríamos el
siglo veintiuno. Faltaban tantos años, que determinamos que menos de la mitad de
los allí presentes lo lograríamos y al parecer, así ha sido.
Trato ahora de comprender cuál es la misión que tengo en este mundo, este mundo
que se empequeñece cada día más, tanto, que prefiero desplazarme en el tiempo y
el recuerdo.
Dzunum