EL SOLITARIO

 

La soledad, tan vinculada al ascetismo, al ermitaño, al silencio, a la tranquilidad ¡Cuántas veces la provocamos en nuestra vida cotidiana!, no para buscar el crecimiento de nuestra espiritualidad, no para la meditación, no para la contemplación o la paz del alma, sino para evadir la existencia de los demás.

La soledad, la experimentamos con el aislamiento físico, pero cuando se va metiendo en el alma, nos abruma y entonces corremos a reincorporarnos a nuestro entorno social, para abatirla. Nos servimos de ella, pero no nos atrevemos a adoptarla. Nos da el sosiego, que termina en desasosiego.

La soledad, deleite de ermitaños y poetas, se disfruta en el paraje deshabitado, pero no es absoluta, porque aun sustrayéndose a la compañía de los pájaros, al ruido de la lagartija cuando mueve la  hojarasca, al grito de las gaviotas o al silbar del viento, no pueden sustraerse a la compañía de sus propios pensamientos.

La temible soledad ante el universo inconmensurable, ante lo infinito y ante la  muerte, sólo puede competir con la insufrible soledad absoluta del alma.

¡Era tanta la soledad del alma que padecía “El Solitario”! que la misma soledad, compadecida, caminó de la mano con él, para hacerle compañía.

Dzunum 

   2003   

        

 

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