Cuentos  

                                                                                         Dzunum

 

 


MARINA

(cuento)


Eran los tiempos de la adolescencia -que tan pocos son los que se graban con firmeza en el recuerdo- Felipe pudo evocar con claridad los pequeños detalles de aquel breve pasaje de su vida aún cuando el tiempo transcurrido desde entonces, había colmado de años su existencia.

Eran cinco en la mesa de la modesta vivienda de la vecindad; el mantel era ahulado y lucía un estampado de grandes rosas rojas. En el centro de la mesa un botellón de barro tapado con su propio vaso despedía su agradable aroma al contacto con el agua fresca que atesoraba.

Marina vino hacia ellos saliendo de la pequeña cocina y fumando un cigarrillo que alguien le había pedido encender en el mechero de la estufa de petróleo cuyo olor tan característico ya les era familiar. Al aspirar el humo entrecerró los ojos, que aunque pequeños, eran insustituibles en ese rostro moreno claro, lozano y pleno de juventud. Su pelo negro, poco ensortijado y que no denotaba ningún cuidado especial, llegaba apenas donde termina la nuca. El conjunto en fin, era cautivador.

Marina atraía a la muchachada como la miel a los insectos. Se manejaba con aplomo entre los varones y para todos tenía una mirada y una sonrisa que parecía decir mucho de lo que uno quisiera que dijeran. Cuando su falda rozaba a alguno, al pasar entre ellos, un estremecimiento era inevitable.

El grupo enamoradizo se enfrascó en pláticas y discusiones intrascendentes, como suele ser en esa edad incierta, tratando de disfrazar el interés que todos tenían en ser elegidos por Marina, cuya madre, por cierto, interrumpía el desorden cuando cruzaba de un lugar a otro de la pequeña vivienda. La señora parecía ensimismada en sus preocupaciones y tal vez pensaba que en lugar de un grupo de adolescentes “sin oficio ni beneficio” -como se decía entonces- mejor apareciera un hombre formal y en buena situación económica que asegurara el porvenir de su hija y cubriera las carencias que les acarreaba la pobreza. Cierto que Marina era muy joven, pero ya tenía todo lo que debe tener una mujer para ser casadera.

El piso de duela -tan usual en esos días- dejaba ver el amarillo de los espacios que no cubría el tapete de yute, un tinte tradicional llamado “congo” que reflejaba la luz y daba la sensación de más claridad.

Las sillas verdes de madera de pino, torneadas rústicamente y combinadas con bejuco, se apiñaban en derredor de la pequeña mesa amontonando al grupo en un pequeño espacio, del que brotaba el humo de cigarrillo (que era moda indispensable entre los varones) y una ruidosa confusión de comentarios y risas.

La noche era un poco fresca y Felipe se amodorró en su silla disfrutando el acogedor ambiente y buscando, sin cesar, los ojos de Marina, quien de pie, recargada provocativamente en el marco de la puerta de la cocina, dominaba al grupo con sus ojos vivaces y, seguramente, ya había escogido al de su predilección. En tanto, con disimulo, vigilaba el cocimiento que hervía sobre la pequeña estufa. Los encuentros de miradas insinuantes con los verdes pretendientes los deshacía Marina de inmediato con una breve y franca sonrisa que derribaba esperanzas.

El mayor del grupo fanfarroneaba contando “hazañas”--que hubiera deseado vivir-- pero que nunca se hubiera atrevido a realizar y, sin embargo, las daba por un hecho. Marina aparentaba impresionarse, pero después, con una breve sonrisa, manifestaba su incredulidad. Otro de ellos hacía alarde de su gran habilidad para pilotear cualquier vehículo, aseveración que los demás no pudieron corroborar. Felipe por su parte fingía atención a todos asintiendo con movimientos de cabeza, pero su pensamiento era sólo Marina, aunque nunca percibió en ella algo especial para él, en ninguna de las múltiples visitas, por lo que al finalizar la tertulia de esa noche, se despidió esforzándose en ocultar su desilusión y decidió no regresar más.

Ocho o diez años después de este breve espacio de juventud, Felipe, ya domiciliado lejos del barrio de su niñez y adolescencia, se encontró casualmente a dos de sus amigos con los que asistía a las visitas a Marina. Dispuestos a celebrar el encuentro, Felipe sugirió tomar una copa o una taza de café para conversar sobre los viejos tiempos y, aunque los tres manifestaban un sincero entusiasmo, uno de ellos recordó un compromiso que lo obligaba a irse en pocos minutos. En ese pequeño lapso recordaron las visitas a Marina. Dijeron a Felipe: “la visita siguiente, a la última que fuiste, Marina lucía radiante, ¡como nunca! y con insistencia preguntaba por ti, frunciendo el entrecejo, y se asomaba al patio de la vecindad a cada rato para ver si aparecías, haciendo que todos nos sintiéramos celosos de ti”.

“Como francamente ignorábamos porqué no habías ido, sólo nos mirábamos las caras cuando Marina preguntaba. ¡De lo que te perdiste! ¡Estaba tan linda esa noche! Nos dimos cuenta entonces, ¡no sin envidia!, que tú, eras el elegido”.

Al finalizar la breve charla, los tres amigos intercambiaron números telefónicos y domicilios, prometiendo comunicarse en el futuro. Se abrazaron y despidieron efusivamente.

Felipe sintiéndose feliz, aunque nostálgico, dirigió sus pasos al zócalo, admirando los hermosos edificios de la calle de Madero y silbando una tonada de nombre Monalisa que le gustaba mucho a Marina.

Algunos recuerdos se conservan frescos durante toda la vida.

Dzunum.
 

                                                                               

 

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